Drácula

Hace unos días fuimos con un grupo de amigos a la montaña. El programa era completo: alcanzar la cima, nadar en el lago y dormir en una cabaña. Luego de una caminata de 6 horas, llegamos finalmente a destino. Los más intrépidos saltaron al agua -con temperaturas heladas-; yo, en el borde lago, contemplaba exhausta la maravillosa naturaleza. La sensación de pequeñez que uno siente ante la magnitud de las montañas es indescriptible. Mientras caía la noche y la temperatura bajaba fuimos de a poco entrando en la cabaña. Era una casita de madera que se usa solo en los meses de verano, desprovista de todo tipo de confort, rústica pero encantadora. Allí uno se siente como si regresara al pasado. Juntamos madera para cocinar en las cacerolas de cobre. Jugamos unas partidas de póker y terminamos tomando Zirbenschnaps (una especie de agua ardiente de pino) muy típica de la zona, muy rica, con mucho alcohol y aparentemente con propiedades medicinales. Antes de que oscureciera hicimos otro fuego fuera de la cabaña. El cielo parecía una fiesta de estrellas. Así, bastante cansados y muy alegres, cada uno fue de a poco yéndose a dormir.
En mitad de la noche, mientras el resto dormía plácidamente, un mosquito comenzó a perforarme la oreja. El zumbido intermitente me despertó, y encima tenía que quedarme inmóvil para no despertar al resto de la manada. Éramos varios en ese diminuto cuarto y la verdad es que no sé por qué este insecto decidió encapricharse conmigo. Decidí intentar dejarlo posarse en mi mejilla para matarlo de un cachetazo pero sabía que podría despertar a los otros -que por el ruido del ronquido ya estaban en su quinto sueño. Por unos instantes y ante el silencio reinante en ese lugar soñado, pensé en Kung Fu. Me imaginé al maestro PO dándole lecciones de paciencia y tolerancia al pequeño Saltamontes, e intenté hacer de cuenta que ese diminuto insecto no existía. Mi actitud de Shaolín superado duró unos treinta segundos. El mosquito alpino se había propuesto firmemente joderme la noche. En mi furia me pregunté cómo carajo hacen los mosquitos para llegar a semejante altura. Decidí pensar filosóficamente en el sentido de la existencia de los mosquitos, los piojos, las pulgas y las chinches, pero ni Sócrates ni Hegel ni Kant me respondieron. Entonces entendí el mensaje de Dalai Lama: „Si crees que eres demasiado pequeño para marcar una diferencia, intenta dormir con un mosquito“. Y qué cierto: en una cabaña sin luz eléctrica, a 2600 metros de altura, el único mosquito sobreviviente de la temporada de verano me tenía ahí atrapada y al borde del soponcio.
De golpe, me acordé del poeta italiano Torquato Tasso. En uno de sus poemas, le expresa sus celos y envidia a un mosquito que termina muriendo en el lecho de su amante. Pensé por un momento que sólo un poeta y sólo un italiano le puede tener celos a un mosquito. Pero gracias a ese recuerdo, se me ocurrió otra táctica: seducir al insecto. Comencé a asomar lascivamente primero mis brazos y luego mis piernas por debajo de las sábanas. Sí, ahí estaba yo insinuándole a un mosquito desconocido que hiciera uso y abuso de mí, con la condición de que me dejara de romper la pelotas con su zumbido. Y hete aquí que ante tanto pensamiento absurdo y disparatado me quedé profundamente dormida.
A la mañana siguiente mis amigos -frescos como una lechuga- comentaron que hacía rato que no dormían tan bien, y que no había nada mejor que el aire de las montañas. La envidia me carcomía por dentro, y me limité a no abrir la boca. Al llegar a casa busqué en mis piernas y en mis brazos si había alguna picadura, pero no encontré nada. Finalmente, al mirarme al espejo, en mi cuello aparecieron las huellas del acoso de la noche anterior.
Sin duda, ese mosquito era un poeta y un romántico empedernido. Seguramente lo único que buscaba era sangre que tuviera algún resto de perfume francés pero sobretodo una buena dosis de agua ardiente. Así podría él ahogar sus penas y seguir aspirando (en su vida próxima) a reencarnarse en el Conde Drácula.
Feliz Domingo para todos…

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